La suerte del calvo
Sigue fiel a su cita anual. La adecuada conjunción zodiacal, en vísperas del solsticio de invierno, trae de nuevo a nuestras telepantallas domésticas su enjuta figura, inconcebible fuera de los tonos blancos y negros, de los grises interminables que le encarnan en su contorno. Hierofante del destino feliz en un mundo paralelo al nuestro donde perdura siempre un oscuro y gélido atardecer de postguerra, caballero de la triste figura que disemina en e aire las jabonosas y efímeras pompas de la buena suerte, figurón enlutado y -al decir de damas amigas entendidas en la materia- “glamuroso, con un atractivo ambiguo y algo vampírico”, es EL CALVO.
Entendámonos: calvos hay muchos y variados. Una clasificación apresurada me permitiría distinguir al calvo de nacimiento, calvo vocacional y conceptual, destino humano pegado a una calvicie, como el intelectualísimo Arnold Schoemberg, o nuestro más próximo y popular Vicentito “huevo frito”, de otros calvos más accidentales o aleatorios.
Así, el calvo telúrico, cuya calva es eminentemente histórica; el fruto final de una decadencia capilar prolongada y llena de vicisitudes, una calva curtida y arrugada, moteada de erupciones y salpicada de eflorescencias, como una roca de la estepa colonizada de líquenes.
Así, el clavo lampiño, con una piel sonrosada y de tersura linfática, piel de cochinillo o de eunuco suministrador de ungüentos para las huríes más cálidas.
Así el calvo metafísico o esotérico, ese calvo que acentúa “el misterio de lo masculino” con los reflejos cerúleos que desprende la tersura de su extremo superior cogitante. Yul Brinner vivió como un duque de explotar ese misterio desde que se tuvo que rapar el cráneo para interpretar a Sinhué el egipcio.
Pues bien, nuestro calvo por antonomasia se ubica entre el Pinto del calvo de nacimiento y el Valdemoro del calvo esotérico, quizás con una cierta inclinación hacia este último. Hay un misterio en nuestro hombre que radica en su calva.
Ponedle un peluquín ideal y veréis caer en picado su dignidad, convertido en un cesante, o acaso un sicario en busca de trabajo.
Veréis: las bolas redondas del bombo redondo que rueda y rueda el día en que la suerte queda echada, se ven como reflejadas y sumidas en esa calva misteriosa y magnífica. Este personaje extraño, con aire de heraldo de las sombras o de los dioses lleva la suerte consigo, en su cabeza, o más exactamente en su calva. Sopla y de su mano brotan bolas, pompas, burbujas, formas esféricas de platónica perfección que son sus hijas, y que navegan hacia ignorados bolsillos que habrán de llenar con su abundancia.
¡Cuántas jovencitas melancólicas que no encuentran a su príncipe azul, cuántas hembras reprimidas por la rutina, asfixiadas por las cotidianas obligaciones domésticas, desatendidas y mal amadas por sus aburridos y desencantados consortes no soñaran con fervor, en el solitario calor nocturno de sus lechos, con las bolas del calvo! Unas palabras para el contraste entre esta autenticidad humana de la calva del CALVO, y la inautenticidad propia de dos despreciables géneros humanos, cada vez más comunes para nuestra vergüenza. Hablo de los falsos calvos, por una parte, y de los falsos no calvos, por la otra.
Entre los primeros, y desechada la ralea miserable de los skins, ultras, neo-prusianos y otras hierbas violentas igual de malolientes, queda una plétora de descerebrados, juveniles por la general, tipo Matrix, que desguarnecen imprudentemente sus cabezas, de las que todo rastro de pensamiento se volatiliza rápidamente sin esa protección mínima.
Estos calvos apócrifos son un ultraje, un insulto a la dignidad y la nobleza de una bien ganada calva, que proclama lo hombre que se es y lo mucho que se ha vivido.
El otro grupo, el de los falsos no calvos, es aún más lamentable, aunque en general sea menos agresivo que el anterior.
Basta recordar a esos constructores, o carniceros o políticos, con un bisoñé tan rígido y poco natural como un emplasto de escayola en la cabeza, empeñados en sostener lo insostenible: la ficción de una dotación capilar en la que nadie cree salvo ellos mismos, intentando ocultar con vergüenza lo que debería ser su emblema y su orgullo.
Animo a los lectores finalmente -y particularmente a mis lectoras- a que se fijen bien en la foto de ese sujeto viral y bien parecido que encabeza este ensayo. Si, es cierto, han visto bien. ¡Yo también soy calvo!