La Navidad y sus símbolos
Seguimos en la plenitud del tiempo navideño. Y el lector me va a excusar por la reiteración, pero considero oportuno insistir en ello: creo que esa generalizada tristeza que invade tantos corazones en estas fechas es consecuencia del vaciamiento simbólico que se ha producido en relación con su significado primordial.
En su sentido fuerte, la Navidad es, que duda cabe, la apoteosis del año cristiano, en contraposición al tiempo de maduración de la Pascua. La Navidad es el polo positivo del ciclo litúrgico anual, el tiempo de inicio del cumplimiento de la promesa de salvación del género humano. Como buena nueva que se anuncia, es ocasión de alegría y júbilo para los creyentes.
El niño que nace en el portal es la conmovedora imagen de la bondad y la ternura; el símbolo cálido y humano, hecho para reconfortar el corazón del hombre, de que por encima de la dureza y aspereza del mundo, hay un renacimiento, posible siempre, por e amor incondicional que sostiene y es la base primera de la realidad toda.
En la imagen, típica y tópica de los Belenes, del niño salvador que nace, desvalido y no obstante todopoderoso, como objeto que es de veneración universal de ángeles, reyes, magos y pastores, está la idea del poder irresistible de ese amor universal sustentante, que se ha de contagiar a los hombres como un aliento benéfico, como una bendición epidémica.
Cuando se pierde de vista la raíz, queda la Navidad vaciada de contenido, y se convierte en una irritante expresión de histeria colectiva. La Navidad es entonces objeto de una amplia gama de odios y rechazos.
Hay en primer lugar un rencor ideológico hacia la Navidad por parte de quienes se consideran anticristianos, y ven en estas celebraciones una ocasión para el refuerzo de los vínculos de la odiada Iglesia Católica con la sociedad. Una lamentablemente extensa parte del sector humano que presume de liberal, socialista y laico participa de estos sentimientos, que expresan una confusión de muy profundas raíces, entre propaganda política, iglesia, doctrina y simbolismo.
Ese rechazo es en ellos tan visceral que les conduce al puro irracionalismo en sus posturas a la contra, como cuando se deshacen en elogios de la “natural e innata tolerancia del Islam”, en contra de toda evidencia y realidad histórica, o, por ejemplo, cuando una directora de colegio de acérrima condición talibánica arremete contra el Belén montado por los alumnos del centro que ella misma dirige para, teóricamente, impartir formación y tolerancia.
Luego hay un numerosísimo grupo que, al margen de radicalismos fanáticos, detesta la Navidad por diversas razones que vamos a intentar entender.
Es indiscutible que las Navidades constituyen en Occidente un fenómeno perfectamente orquestado de comportamientos sociales programados. Con el claro objetivo de incentivar el habitual consumismo hasta un extremo delirante por una parte, y para aprovechar al máximo los réditos políticos de la alienación inherente a esos comportamientos, por la otra.
Muchos ciudadanos se muestran muy justamente críticos con esa locura colectiva que les arrastra a gastos exagerados, a excesos no realmente deseados ni placenteros (nada más soporífero e insufrible que un cotillón de Nochevieja), y quizás lo que es peor, a comportamientos sociales a los que se tienen que adaptar con una íntima sensación de soledad e insatisfacción. Es ciertamente triste reconocer hasta que punto somos queridos el día 24 de diciembre, pongamos que de seis de la tarde a diez de la noche, por quienes nos ignoran o incluso nos detestan el resto del año.
Hay un incremento de las depresiones estadísticamente comprobado durante el periodo navideño. El contraste indisimulable entre el amor que se proclama en estas fechas, convertido en vigencia social, en uso obligatorio, y la ausencia de fondo de ese sentimiento en las relaciones humanas de una sociedad como la nuestra, exclusivamente orientada hacia el lucro y lo material, se pone de manifiesto del modo más hiriente. En tiempos de amor obligatorio es cuando más dolorosamente se constata su ausencia, el predominio universal del desamor.
La Navidad contemporánea es fundamentalmente una brillante escenografía predominatemente urbana, que se desvincula manifiestamente de sus orígenes religiosos. De ahí la adopción cada vez más generalizada de elementos paganos que se pretenden aplicar con una función meramente decorativa. En nuestras plazas se yerguen, cada vez más altos, árboles engalanados- felizmente, sintéticos y de diseño, en general- .Los comercios se convierten en ascuas de luz, geométricos incendios fríos brillan sobre las calles y ubicuos borrachines ataviados con monos rojos y barbas postizas acechan en las esquinas.
Sin embargo, en nuestra mano está distinguir el oro de la purpurina, lo verdadero de lo falso. Y el genuino sentido de la Navidad, incluso para un agnosticismo generoso, es un sentido feliz…