Terminator condenator
La multitud reza. Un hombre negro espera. Su reclusión va quizás a concluir. Es un hombre fornido, conservando en plenitud su vigor en una espléndida mediana edad que le ha añadido a su rostro, fuerte y firme, dos importantes cualidades: sabiduría y serenidad.
¡Cuántas cosas se pueden leer en un rostro! y más si es el de alguien que ha sufrido largamente, y ha aprovechado el dolor de su vida para humanizarse. Las arrugas añaden entonces a la expresión facial una carga de nobleza, como si el espíritu hubiera crecido en el interior de esa persona, fortaleciéndose con sus penalidades, y tomara gradualmente posesión de un cuerpo antes salvaje, cabalgado por irrefrenables impulsos, por deseos urgentes y devastadores, por el odio visceral y la violencia demoledora.
Tengo en la mente dos imágenes de este hombre que me han llegado a través de los medios de comunicación.
Una es la fotografía tomada en los días de su detención, a raíz de haber cometido, al parecer, un cuádruple asesinato particularmente brutal.
Es una foto de los años setenta del pasado siglo. Nos muestra a un tipo hercúleo, con la apariencia de un luchador del “poder negro”, cabellera “afro” incluida. Su actitud, las formas mismas de su cuerpo, de dura piedra negra, destilan agresividad, violencia apenas contenida por los policías que lo retienen. Es la imagen de un bárbaro educado en la violencia, en la lucha callejera. Lleva escrita su historia entera en el ademán retador que aún conserva, en una situación en que otros mirarían, vencidos, al suelo, derrotados por el miedo y la culpa. Este no. Este hombre ha sufrido un revés, pero no ha sido derrotado. Un orgullo casi luciferino lo sostiene pese a todo. Su capacidad de lucha está intacta.
Vuelvo ahora a la otra imagen, la foto reciente tomada a este hombre en su celda de condenado a muerte, una sentencia vieja cuyo cumplimiento se viene dilatando desde hace 25 años. Su musculatura se ha reducido, ganando su cuerpo en armonía de formas. Su cara, antes lo he dicho, no es ya la de un pandillero, sino la de un sabio, la de un hombre de pensamiento y acción ordenados a fines altruistas; la de alguien que medita, resuelve y actúa para objetivos que no se detienen en la inmediatez de sus deseos. Podría ser la cara de un embajador plenipotenciario en las Naciones Unidas, con algo de Nelson Mandela. Podría ser – pudo haberlo sido; ya fue propuesto para ello- la cara de un premio Nóbel.
Es una cara muy conocida hoy en América, ya que este hombre ha alcanzado un liderazgo espiritual entre la juventud de color desarraigada, predicando la solidaridad y la no violencia, tanto de palabra como por escrito, siendo autor de varios libros con esa temática que se leen, al parecer, en las escuelas. En la cárcel se ha ganado el respeto unánime de presos y carceleros. Es un hombre que ha librado una gloriosa batalla; ya dije que se le veían las fuerzas intactas. La ha librado con éxito. Ha ganado lo que la sabiduría islámica denomina “Gran Guerra Santa”; la guerra en la que se vence uno a sí mismo.
Ese ha sido el fruto de los largos años de prisión padecidos. Hoy es otro hombre, cuya actuación y presencia benefician a la comunidad.
La vida de este hombre pende de un hilo. La ejecución tanto tiempo demorada va a tener al fin lugar. Solo queda una última instancia, la clemencia del gobernador del poderoso estado en el que fue detenido, juzgado y condenado.
Veamos a este otro hombre, el gobernador, que mantiene con el detenido una curiosa relación de correspondencias inversas. Parece la relación entre estos hombres uno de esos juegos irónicos y perversos a los que a menudo se prestan la providencia o el destino en la organización de los asuntos humanos. Una jugada más de vidas paralelas al modo de Plutarco, solo que al revés.
Este otro hombre es blanco. No sólo blanco, sino de pura estirpe germánica; ario puro, según los estereotipos raciales del nacionalsocialismo, con el que estuvo al parecer relacionado su padre, allá en su Austria natal.
Este hombre es también fornido: un autentico coloso, que inició su meteórica carrera de actor de cine de acción a raíz de su elección como mister Universo, preciado galardón de los adictos al culturismo.
Si el hombre negro hizo sus armas en la calle, este libró descomunales batallas en el celuloide, como super agente secreto, astronauta o autómata. Especialmente como autómata, enviado desde el futuro a destruir al género humano, desde un tiempo en el que imperan las máquinas y los hombres se esconden como ratones en las ruinas de su antiguo mundo.
Nuestro guerrero autómata había nacido para tal papel, con un cuerpo pesado, macizo, hiperdesarrollado, y un rostro facetado, anguloso y como inacabado, que a duras penas admite media docena de expresiones faciales diferentes insinuadas en su pétrea materia.
Siguiendo el ejemplo de antecesores ilustres, el éxito cinematográfico le llevó a la política. En ese país- que es ya también nuestro mundo- en el que las máquinas ya le han ganado al hombre la partida, el autómata dinamitero se vio muy pronto elegido gobernador de California.
Ya tenemos a nuestros dos hombres. El asesino redimido que aprendió a ser un hombre, y el hombre que se convirtió en ídolo de masas siendo menos que una bestia. Terminator, el robot asesino, no podía traicionar su naturaleza: el hombre debe morir.
En una fría mañana prenavideña encerraron al hombre negro en una cámara de ciencia ficción, siniestra, llena de máquinas. Le pusieron la inyección. Dicen que tardó en morir.
Fuera, se apagaban las luces. La ciudad engalanada para las próximas fiestas era un ascua de agonizante luz, que no alcanzó a penetrar en ningún patio de la prisión.